Cuando éramos pequeños, mis primos y yo pasábamos mucho tiempo en la casa de mis abuelos. Viven en un enorme caserón viejo, de esos que tienen paredes de tierra rojiza forradas de tela, unas rejas de forja enormes, pisos recargados de dibujos florales y habitaciones gigantes. Tan gigantes que, en invierno, por mucho que te arropes con ocho mantas, sigues teniendo frío. Los colchones son de lana. Los abuelos están tan acostumbrados a vivir así que no se quejan, pero después de dormir con un simple pijama de tela y un solo edredón, en colchón Flex, todo se te hace un mundo. A mi primo y a mí lo único que nos gustaba de estas camas era saltar encima, porque tienen unos somieres de muelles tan gordos que ni un elefante podría romperlos.
Mi prima decía que la casa había pertenecido a una familia noble del s. XVII. Pero es que ella era "Antoñita la Fantástica”. Para ella la casa de mis abuelos guardaba secretos en sus paredes y decía que, por la noche, cuando todo estaba en silencio y la madera de los muebles crujía, estos entablaban conversaciones y comentaban lo que había pasado en la casa a lo largo del día.
¡Cómo nos gustaba reírnos de mi prima! Casi todos los días jugábamos al escondite mi primo Pepe, ella y yo. Imagínate jugar al escondite en una casa con más de veinte habitaciones. Como en ellas se podía escuchar el eco de los ruidos, Pepe y yo engañábamos a “Antoñita”. Ella se creía muy lista y decía que nos encontraba a la primera. Pero de eso nada. Sabíamos que, si movíamos un mueble en una habitación ella iría corriendo allí, y, en ese tiempo, aprovechábamos para salvarnos. Ella se enfadaba porque decía que hacíamos trampa y perjuraba mil veces que no volvería a jugar más con nosotros. Pero siempre lo volvía a hacer, y siempre le volvíamos a engañar.
La casa de mis abuelos, además tenía corral enorme donde mi abuelo criaba gallinas, conejos y, en Navidad, un corderito. Mi prima siempre le llamaba Bambi. No sé por qué, porque Bambi era un ciervo. Creo que no había visto la película y, como era “Antoñita la Fantástica” se la inventaba en su cabeza y cambiaba al pobre ciervo huerfanito por un corderito a punto de ser devorado entre veinte hambrientos humanos en Nochebuena.
La cueva si que le llamaba la atención a mi prima. Llevaba años intentando asaltar el subterráneo. Nosotros le ayudábamos porque también sentíamos curiosidad de ver lo que había allí abajo. Aunque mi abuelo nos había dicho que era peligroso porque era muy honda y, a veces, se desprendían gases tóxicos. El abuelo siempre nos frustraba el intento porque nos pillaba manos a la obra.
“Antoñita” llevaba mucho tiempo sin intentarlo ya y, un día, comiendo, me hacía señas. Cuando mi abuela y mi madre fregaban los cacharros me dijo que el abuelo se marchaba al campo y que aprovechásemos para bajar a la cueva. Nosotros le seguimos la corriente, aunque decidimos que, por si ocurría algo de verdad, se lo contaríamos al abuelo. Él entonces planeó algo para dar un escarmiento a su nieta la exploradora. Era incluso más travieso que nosotros. El plan era el siguiente: ayudaríamos a bajar a mi prima, ya que, según ella, era la mayor, la más inteligente y a la que menos miedo le daban los fantasmas. Nosotros mientras empapábamos de misterio el asunto metiéndole miedo. Pero en el tema de la cueva, era implacable.
Comenzamos la expedición. Cuando mi prima había recorrido ya la mitad de las escaleras, mi abuelo llegó y nos condujo a una puerta que era un atajo al fondo de la cueva. ¡Sí que guardaba secretos la casa! Por eso ella no escuchaba nuestras voces. Ya no estábamos arriba, sino abajo. Una vez en el fondo hicimos pequeños ruidos para asustarla. Estaba lleno de gatos. Mi abuelo les alimentaba con las sobras de la comida y, para no tener que bajar todos los días, lo tiraba por un canal que iba desde la cocina al fondo de la cueva. Allí se pueden reunir más de 30 gatos de todo el pueblo. Es que mi abuela hace una comida muy rica.
Decidimos que, si tirábamos la comida en ese momento a ella le aterraría aún más y pensaría, como era tan fantástica, que allí abajo había alguien a quien alimentar: un hermano malformado de nuestras madres ( como Cuasimodo) o una alimaña secreta que mi abuelo escondía.
Cuando ella ya estaba en el fondo de la cueva mi primo Pepe, que era más bajito que yo, aprovechó un descuido de “Antoñita” en que no estaba alumbrando las paredes y cruzó ante ella, con la cara tapada claro, como un rayo. Ella se quedó rígida. No pude ver la expresión de su cara porque estaba muy oscuro. Le entró tal pánico en el cuerpo que, sin pensárselo dos veces, abandonó la operación.
Para que nos encontrase arriba cuando volviese, subimos rápido por el atajo, tan rápido como la risa nos dejaba. Al llegar arriba mi abuelo esperaba ya, metido en su papel de yayo preocupado por su “nieta favorita” y nosotros pálidos, de la carrera que nos acabábamos de dar. El pobre abuelo, dijo, entre pequeños intentos de risa camuflados con el falso enfado: - Queda terminantemente prohibido bajar a la cueva-. Mi prima no lloró. Solamente preguntó que qué es lo que había allí abajo. El abuelo, lógicamente, no contestó.
A “Antoñita la Fantástica” nunca más se le ocurrió llevar a cabo otra de sus hazañitas. Volvió a jugar al escondite con nosotros. Mi abuelo, mi primo Pepe y yo todavía nos reímos. Lo mejor es que ella todavía no sabe qué es lo que vio esa mañana, y mucho menos para qué mi abuela tira las sobras de la comida por el canal sin fondo al que tanto miedo llegó a coger.