EL SECRETO DE MI ABUELO
Cuando era pequeña la mayor parte del tiempo lo pasaba en casa de mis abuelos maternos. La casa es el típico edifico antiguo de pueblo: una gran mole situada en el centro de la villa, con muros de blanquizca piedra caliza, grandes ventanales marrones de madera, balcones alargados desde los que ver las procesiones y portones con pesados llamadores de bronce.
La vivienda, una casona del siglo XVII, había pertenecido a una familia noble y el ambiente refinado todavía se podía respirar. Las paredes de las estancias están recubiertas de telas de colores, diferentes todas ellas, con cenefas que van rematando las uniones.
Mis abuelos conservan todavía algunos objetos antiguos de aquella familia noble. Unos candelabros de plata enormes que ocupan toda la chimenea de la sala principal, unas sillas renacentistas, un tapiz gigantesco, colocado en la escalera; y algo que a mí siempre me gustó: unas tinajas de barro cocido de las que mis primos y yo ya nos habíamos cerciorado que no contenían ni una ínfima gota de vino.
De la cocina os puedo decir que hay una especie de canal sin fondo que comenzaba debajo del fogón y en el que, por más que me asomaba y gritaba, ni se veía ni se escuchaba nada. Mi abuela tiraba por ese canal, de vez en cuando, la comida que sobraba. Nunca le pregunté por qué. Tampoco me interesó. Sería un contenedor de basura, pensaba.
El suelo es de madera de nogal ¡y cruje! No os podéis imaginar cómo cruje el maldito suelo por la noche. Los techos son altísimos y, a veces, si surge el silencio (cosa difícil en esta casa) se puede escuchar hasta el eco de un simple parpadeo. Cuando mis primos y yo jugábamos al escondite, siempre adivinábamos dónde estaba el otro porque el chirrido producido al mover una silla sonaba en las estancias colindantes y a mí me era muy fácil, después de haberme recorrido la casa de arriba abajo, saber de dónde provenía ese afortunado ruido.
La casa de mis abuelos, como todas casas de pueblo (y más de estas dimensiones), tiene también su patio y su cueva. El patio es descomunal. De pequeña jugaba a calcular cuántos elefantes cabrían en él y nunca conseguía dar con un número que me satisficiese porque todo se me hacía poco. Las paredes están encaladas. Mi abuela y mi madre siguen con la tradición de blanquearlas cuando va a llegar la primavera. Y la cueva, ¡ay la cueva!. De ella nadie quería hablar nunca.
Como siempre mis primos y yo corríamos casa arriba, casa abajo, vuelta en el patio... otra vez corriendo hacia arriba... y un día, maquinando ideas macabras, decidimos entrar en la cueva. El subterráneo es bastante grande. Nada que ver con una entrada por la que acceder agachado. No. En la de mis abuelos se podía celebrar hasta una boda.
Llevar a cabo nuestra recién ocurrida hazaña no era algo fácil si contamos con que había dos grandes tablones colocados verticalmente en la entrada, de unos dos metros de alto, y que nosotros teníamos ocho años. Mi abuelo, además, nos tenía terminantemente prohibido cualquier intento de asalto al subterráneo. Bajo ningún concepto podíamos hacer lo que un minuto después hicimos. Él decía que abajo había unos gases tóxicos que te hacían enfermar para siempre. Pero nosotros no le creíamos. Sabíamos que había algo más.
Y allí estábamos nosotros, intentando retirar entre los tres uno de los tablones. Cuando por fin conseguimos habilitar un pequeño hueco decidí que entraría yo, por ser la mayor y por ser a quién se le había ocurrido la idea. Con una linterna en cada mano empecé a descender las escaleras. Estaba muy oscuro y, cuanto más bajaba, más frío hacía. Las paredes eran de tierra rojiza y estaban llenas de telarañas. Los pasos retumbaban en el dichoso eco. Impaciente y, a la vez, un pelín temerosa, seguí bajando los escalones. Cuando había recorrido un tercio de la escalera empecé a notar un hedor húmedo, como si hubiese un animal muerto allí abajo, más insoportable cuánto más descendía. Yo había ido preparada y me até un pañuelo para cubrirme la nariz y la boca. Comencé a sentirme sola. Ahora ni siquiera se escuchaba nada de lo que mis primos estaban hablando pero, firme a mis instintos, seguí bajando la escalera que me llevaría a descubrir el secreto que mi abuelo guardaba en esa cueva.
De repente, escuché un ruido. O mis primos me habían seguido el rastro, (cosa difícil porque eran muy miedosos), o allí había alguien más. Pero yo seguí bajando. La escalera era cada vez más ancha y la temperatura había comenzado a subir. Pero el pestilente olor no desaparecía. Otra vez, escuché otro ruido. El instinto me llevó a alumbrar con las dos linternas hacía el frente. Algo se movió. Avance un paso más y me di cuenta de que acababa de pisar algo. Alumbré el suelo y vi, con asombro, un chorizo, unos trozos de pan que crujieron con mi pisada y un charco blanco. -¿No habíamos comido ese día cocido?- me pregunté. Y al levantar la cabeza una figura más pequeña que yo, erguida, cruzó ante mí, sin pararse, como un rayo.
El miedo me recorrió de pies a cabeza, como si hubiese metido los dedos en un enchufe y la corriente se estuviese repartiendo mis miembros. Al final, abandoné la operación.
Subí de dos en dos la escalera. Notaba que las piernas no me daban de sí. El camino de vuelta se me hizo eterno.
Al llegar arriba mis primos estaban asustados y acababan de llamar a mi abuelo. Me vio salir de la cueva. Él estaba pálido y, a la vez, enfurecido. No me preguntó por qué lo había hecho y menos me respondió cuando le pregunté qué había allá abajo. Tan solo se limitó a decir: -Está terminantemente prohibido bajar a la cueva-.
De la cocina os puedo decir que hay una especie de canal sin fondo que comenzaba debajo del fogón y en el que, por más que me asomaba y gritaba, ni se veía ni se escuchaba nada. Mi abuela tiraba por ese canal, de vez en cuando, la comida que sobraba. Nunca le pregunté por qué. Tampoco me interesó. Sería un contenedor de basura, pensaba.
El suelo es de madera de nogal ¡y cruje! No os podéis imaginar cómo cruje el maldito suelo por la noche. Los techos son altísimos y, a veces, si surge el silencio (cosa difícil en esta casa) se puede escuchar hasta el eco de un simple parpadeo. Cuando mis primos y yo jugábamos al escondite, siempre adivinábamos dónde estaba el otro porque el chirrido producido al mover una silla sonaba en las estancias colindantes y a mí me era muy fácil, después de haberme recorrido la casa de arriba abajo, saber de dónde provenía ese afortunado ruido.
La casa de mis abuelos, como todas casas de pueblo (y más de estas dimensiones), tiene también su patio y su cueva. El patio es descomunal. De pequeña jugaba a calcular cuántos elefantes cabrían en él y nunca conseguía dar con un número que me satisficiese porque todo se me hacía poco. Las paredes están encaladas. Mi abuela y mi madre siguen con la tradición de blanquearlas cuando va a llegar la primavera. Y la cueva, ¡ay la cueva!. De ella nadie quería hablar nunca.
Como siempre mis primos y yo corríamos casa arriba, casa abajo, vuelta en el patio... otra vez corriendo hacia arriba... y un día, maquinando ideas macabras, decidimos entrar en la cueva. El subterráneo es bastante grande. Nada que ver con una entrada por la que acceder agachado. No. En la de mis abuelos se podía celebrar hasta una boda.
Llevar a cabo nuestra recién ocurrida hazaña no era algo fácil si contamos con que había dos grandes tablones colocados verticalmente en la entrada, de unos dos metros de alto, y que nosotros teníamos ocho años. Mi abuelo, además, nos tenía terminantemente prohibido cualquier intento de asalto al subterráneo. Bajo ningún concepto podíamos hacer lo que un minuto después hicimos. Él decía que abajo había unos gases tóxicos que te hacían enfermar para siempre. Pero nosotros no le creíamos. Sabíamos que había algo más.
Y allí estábamos nosotros, intentando retirar entre los tres uno de los tablones. Cuando por fin conseguimos habilitar un pequeño hueco decidí que entraría yo, por ser la mayor y por ser a quién se le había ocurrido la idea. Con una linterna en cada mano empecé a descender las escaleras. Estaba muy oscuro y, cuanto más bajaba, más frío hacía. Las paredes eran de tierra rojiza y estaban llenas de telarañas. Los pasos retumbaban en el dichoso eco. Impaciente y, a la vez, un pelín temerosa, seguí bajando los escalones. Cuando había recorrido un tercio de la escalera empecé a notar un hedor húmedo, como si hubiese un animal muerto allí abajo, más insoportable cuánto más descendía. Yo había ido preparada y me até un pañuelo para cubrirme la nariz y la boca. Comencé a sentirme sola. Ahora ni siquiera se escuchaba nada de lo que mis primos estaban hablando pero, firme a mis instintos, seguí bajando la escalera que me llevaría a descubrir el secreto que mi abuelo guardaba en esa cueva.
De repente, escuché un ruido. O mis primos me habían seguido el rastro, (cosa difícil porque eran muy miedosos), o allí había alguien más. Pero yo seguí bajando. La escalera era cada vez más ancha y la temperatura había comenzado a subir. Pero el pestilente olor no desaparecía. Otra vez, escuché otro ruido. El instinto me llevó a alumbrar con las dos linternas hacía el frente. Algo se movió. Avance un paso más y me di cuenta de que acababa de pisar algo. Alumbré el suelo y vi, con asombro, un chorizo, unos trozos de pan que crujieron con mi pisada y un charco blanco. -¿No habíamos comido ese día cocido?- me pregunté. Y al levantar la cabeza una figura más pequeña que yo, erguida, cruzó ante mí, sin pararse, como un rayo.
El miedo me recorrió de pies a cabeza, como si hubiese metido los dedos en un enchufe y la corriente se estuviese repartiendo mis miembros. Al final, abandoné la operación.
Subí de dos en dos la escalera. Notaba que las piernas no me daban de sí. El camino de vuelta se me hizo eterno.
Al llegar arriba mis primos estaban asustados y acababan de llamar a mi abuelo. Me vio salir de la cueva. Él estaba pálido y, a la vez, enfurecido. No me preguntó por qué lo había hecho y menos me respondió cuando le pregunté qué había allá abajo. Tan solo se limitó a decir: -Está terminantemente prohibido bajar a la cueva-.
Después, nadie comentó nada de lo sucedido. Mi abuelo tapió la entrada con ladrillos y colocó encima una puerta de madera, vieja y pesada, con varios candados y cerrojos. Ahora sí era imposible entrar, aunque no se me volvió a pasar por la cabeza. Ni a mí ni a mis primos.
Nunca supe ni tampoco quiero saber qué es lo que vi allá abajo. Por lo menos ahora sabía a dónde iba a parar la comida que mi abuela tiraba por aquel canal sin fondo de debajo del fogón.
Nunca supe ni tampoco quiero saber qué es lo que vi allá abajo. Por lo menos ahora sabía a dónde iba a parar la comida que mi abuela tiraba por aquel canal sin fondo de debajo del fogón.
3 sueños :
Muy bueno. Has sabido girar un texto de recuerdos infantiles a uno de misterio adornándolo con sutiles pinceladas de terror. Lástima que no desgranes completamente ese misterio. Aunque casi mejor así. La intriga prevalece cuando acabas de leerlo.
Me ha encantado. ¿Realmente tiene algo de autobiográfico? Solo por casualidad.
...yo tampoco habría querido saber que era exactamente lo que se encontraba allí abajo...miles de teorías habrían salido después y la imaginación se habría hecho dueña de aquel recuerdo...
Me gustó.
¡Hola guapisima!
Conocía alguna otra faceta tuya, pero esta la tenías oculta. Me alegro que la hayas sacado a la luz porque me ha encantado como escribes, ya te ire leyendo...
Oye, por casualidad, ¿el relato del cementerio tiene algo de realidad?
Un besazo
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