LA CAÍDA
Aquella mañana no era una mañana de invierno cualquiera. No llovía, ni hacía viento, ni había nubes... al contrarío; el sol lucía espléndido en lo alto del cielo, cual rey altivo que observa, por encima del hombro, lo que pasa allá abajo. Piaban los pájaros al son de los pasos de la muchedumbre. Y esto no era normal en el pueblo. Las calles del recorrido estaban abarrotadas de gente, expectantes. Esperaban algo, y ese algo estaba al llegar.
A lo lejos se distinguía un grupo, encabezado por tres niños vestidos de blanco portando velas. Ya se acercan. Era raro. Ahora no se escuchaba nada: ni los pájaros, ni el sol susurrar, ni a la gente murmullar... nada.
Al llegar a nuestra altura decidimos incorporarnos al grupo. Era una sensación extraña. Nadie comentaba nada, simplemente anduvimos, como perdidos y guiados a la vez por un señor vestido de morado. Todo era diferente.
Llegamos al jardín. La procesión terminaba allí, o eso creíamos nosotras. Teresa llegaba a su destino y, aunque ella ya no estaba entre nosotros, había hecho notar su presencia durante todo el recorrido del cortejo. Su sencillez, su dulzura y su templanza habían cambiado por completo la orden del día para que todos la recordásemos tal como fue: brillante, calmante e iluminadora.
Nos dimos cuenta de que Teresa estaba a las puertas del paraíso y nosotras, para darle el último adiós, nos subimos a uno de los escalones que prometía ser un futuro nicho. Todo el mundo se estaba despidiendo. Las rosas caían al compás que Teresa descendía.
Nos empinamos, sonó un crujido... perdimos el conocimiento.
Cuando me desperté tenía a mi amiga encima. María llevaba un corsé para corregir su espalda y uno de sus hierros se me estaba clavando en el estómago. Estábamos descentradas. Ahora escuchábamos gritos. Miramos hacia arriba y todo el mundo miraba, al revés que nosotras, hacia abajo. Allí estábamos, tendidas en el fondo de una tumba, una sobre otra, desorientadas sin saber qué pasaba. Y de repente nos entró el pánico. María empezó a hiperventilar y yo no sabía que hacer. Sólo gritar y gritar, aturdidas, pero gritar.
Al rato una escalera se introdujo en el hueco. Fue nuestra salvación. Solo queríamos salir de ahí. La gente nos preguntaba, pero ni María ni yo decíamos nada. Solo queríamos irnos a casa.
A Teresa no le gustaba ser el centro de atención, y esa mañana, lo había vuelto a conseguir. Había desviado todas las miradas hacia nosotras. Ella sólo quería descansar en paz.
Dos días después, María me contó que había soñado con que le enterraban viva. Fue angustioso. No volvimos a hablar del tema.
A lo lejos se distinguía un grupo, encabezado por tres niños vestidos de blanco portando velas. Ya se acercan. Era raro. Ahora no se escuchaba nada: ni los pájaros, ni el sol susurrar, ni a la gente murmullar... nada.
Al llegar a nuestra altura decidimos incorporarnos al grupo. Era una sensación extraña. Nadie comentaba nada, simplemente anduvimos, como perdidos y guiados a la vez por un señor vestido de morado. Todo era diferente.
Llegamos al jardín. La procesión terminaba allí, o eso creíamos nosotras. Teresa llegaba a su destino y, aunque ella ya no estaba entre nosotros, había hecho notar su presencia durante todo el recorrido del cortejo. Su sencillez, su dulzura y su templanza habían cambiado por completo la orden del día para que todos la recordásemos tal como fue: brillante, calmante e iluminadora.
Nos dimos cuenta de que Teresa estaba a las puertas del paraíso y nosotras, para darle el último adiós, nos subimos a uno de los escalones que prometía ser un futuro nicho. Todo el mundo se estaba despidiendo. Las rosas caían al compás que Teresa descendía.
Nos empinamos, sonó un crujido... perdimos el conocimiento.
Cuando me desperté tenía a mi amiga encima. María llevaba un corsé para corregir su espalda y uno de sus hierros se me estaba clavando en el estómago. Estábamos descentradas. Ahora escuchábamos gritos. Miramos hacia arriba y todo el mundo miraba, al revés que nosotras, hacia abajo. Allí estábamos, tendidas en el fondo de una tumba, una sobre otra, desorientadas sin saber qué pasaba. Y de repente nos entró el pánico. María empezó a hiperventilar y yo no sabía que hacer. Sólo gritar y gritar, aturdidas, pero gritar.
Al rato una escalera se introdujo en el hueco. Fue nuestra salvación. Solo queríamos salir de ahí. La gente nos preguntaba, pero ni María ni yo decíamos nada. Solo queríamos irnos a casa.
A Teresa no le gustaba ser el centro de atención, y esa mañana, lo había vuelto a conseguir. Había desviado todas las miradas hacia nosotras. Ella sólo quería descansar en paz.
Dos días después, María me contó que había soñado con que le enterraban viva. Fue angustioso. No volvimos a hablar del tema.
5 sueños :
Holaaa!!! Q tal?? Que tal llevas los exámenes?? Espero que bien. Bueno acabo de leer el texto y, juep menudo texto. Jaja. Tampoco se muy bien que escribirte. Por cierto, ya sabes que me alegro un montón de que ganaras. Creo qeu te lo mereces. Am te importa que te robe la expresión de "el gran teatro del mundo". Bueno suerte wapa. ADIÓS Y MUCHOS BESOS
Que texto tan intrigante. Teresa se encargó de dar la nota en el día de su entierro.
Desde luego es un escenario muy pródigo para crear relatos. Tan lleno de tabús y falsas creencias... Espero que no sea autobiográfico y la elección de narrador en primera persona sea solo circunstancial.
Un beso!
PD: ¿ya has hecho las maletas?
...yo también soñé mas de una vez que me enterraban vivo, pero no estaba dormido y un atauz no era mi última morada...bueno, ya sabes...cosas de un paranoico.
Me ha gustado mucho.
Besos
Guau...Déjame que me recupere después de leer el relato...Genial.Me alegro que te pasaras a visitarme.Yo caí aquí encantada y lo que veo me gusta,así que vendré más veces con tu permiso.Un saludo.
Esta Teresa, vaya forma de desviar la atención, jajaja. Buen relato !
Veo que haces los deberes del curso de escritura... Ya veras como te anima a escribir, es muy motivador.
Gracias por el link, os tengo que poner en el mio a ti y a paranoico ;)
PD: La cancion que suena en el Blog es de Calamaro ?
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